San Francisco de Telde


Luis León Barreto  //

        A Mari Carmen Pérez de Lara y Antonio María González Padrón

Pensaba que los muertos siempre están en un plano superior a los vivos, en cuanto pasan el trance de entrar en el otro mundo merecen veneración, incluso les pedimos que intercedan por nosotros. Paseo por las calles estrechas, silenciosas, bajo la llovizna de enero y me salen al paso multitud de personajes a los que sin duda he de mostrar mis respetos. ¿Quiénes son? Hacendados y labradores, gente poderosa y gente humilde, peones, desheredados, colonos de muchos lugares, con fuerza para desbrozar tierras que no habían sido cultivadas sino de manera primitiva. Me veo en los tiempos de la fundación, el lugar lleno de cuevas y modestas casas aborígenes.

Entro en aquel Altozano donde se establecieron campesinos, sirvientes de los señores establecidos en San Juan, artesanos y comerciantes de San Gregorio, el guirigay de gentes venidas de Berbería, esclavos moriscos y negros del Golfo de Guinea que trabajaban en la industria del azúcar, familias judías expulsadas de la península, portugueses, flamencos, genoveses, agentes comerciales y sobre todo agricultores, propietarios ricos y modestos jornaleros que les servían en sus posesiones junto al Barranco que fue río. Tamarán fue la primera conquista de Castilla en el Mar de la Fortuna y en Telde se establecieron hombres que valoraron la calidad de sus aguas y sus campos, la limpieza y laboriosidad de sus gentes, que se afanaban en prosperar en vez de enredarse en litigios como sucedía en el Real de Las Palmas.

Ciudad de blasones y arriba barrio de casas bajas, un entramado de calles empedradas, casi tan enmarañadas como en Andalucía. De Moguer vino Cristóbal García del Castillo, familias fundadoras, y más tarde los franciscanos levantaron convento e iglesia, establecieron los puntos del viacrucis. Subiendo por Carreñas hasta Portería llego a la plaza con la fuente y la iglesia que antes fue la ermita de Santa María la Antigua, muchas casas vacías que dan pena saber que sus dueños murieron y aun no han sido rehabilitadas. En Tres Casas nació Julián Torón, porque es ciudad de poetas y tertulianos, gente con amor a las lecturas y al diálogo ilustrado.

Entre palmeras veo la chimenea de la Máquina de azúcar, la antigua fábrica de ron y Tara al fondo, con sus ancestros. Y el Barranco Real con el puente de siete ojos, y Cendro con sus casas cuevas, y la calle Inés Chemida con el acueducto que une el barrio con el San Juan aristocrático.

Y la casa de los Sall, los genes maternos de los Millares Sall, pintores, poetas. Llego a la calle Santa María, paralela al barranco, sigo hasta Baladero o Bailadero y me salen al paso los muertos venerables. Veo al poeta Luis Natera que recita sus versos: “Hay cuatro puertas abiertas / para entrar / y una acequia de plata / reluciente. / No sé de qué estrecheces / se quejaban / los que embarcaron / en el mar tenebroso / si aquí todo es abierto: / desde la araucaria grande / del patio de las monjas / hasta el sol de agosto / sobre la alameda. / No sé quién desconoce / los vigilantes ojos de tu puente, / la mar pequeña / que juega / en tus orillas / o las cuatro esquinas / que frecuentaron los poetas.” Abrazo al amigo que se marcha despacio y  a través de la calle Huerta, tan morisca, entre paredes albeadas de cal y buganvillas.

Veo los poetas de la Escuela Lírica, a frailes que hacían sus penitencias y copiaban manuscritos de valor, veo las devociones del pueblo llano en las calles humildes, veo la falta de instrucción y la pobreza que impulsaba la emigración americana, veo las adivinas y las barajeras, veo las brujillas y las sanadoras de buena fe, veo las hogueras de la noche de San Juan, veo el retablo de Flandes en la basílica y el Santo Cristo hecho con pasta de maíz americano también veo Lomo Magullo, Valle de los Nueve, Tufia, El Ejido, San José de Las Longueras y todos los barrios, veo Melenara desde donde los Van der Walle expedían el azúcar de su ingenio, veo el espigón desde el que los ingleses mandaban plátanos a su país y en medio de las olas bulle el Neptuno de Luis Arencibia, veo las alturas de Cazadores y el verde Barranco de los Cernícalos, veo al gran Lope de Vega y a Viera y Clavijo cuando cuentan que el pirata Drake mandó alabarderos a los que rechazaron los vecinos con garrotes y piedras, veo el ídolo de Tara y los yacimientos arqueológicos, los parques y las bibliotecas de la ciudad nueva, veo el escudo con azur, llave y báculo, gules y castillo de plata, la corona real abierta, la cinta de plata con el lema de la primera ciudad y obispado, veo la noria de Jinámar y la Torre de Gando, primer enclave de los conquistadores. Pero me quedo en San Francisco como si fuera un reducto de tribus prohibidas, camino sus cercados, sus palmeras y su noche, sus muertos venerables, a los que pido ayuda cuando frecuentemente vivo en el laberinto.

(Incluido en el libro Cuentos traviesos, de reciente publicación)

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