Recorrido por Egipto, un país que trata de recuperar la normalidad turística entre controles y destrozos


Fernando Hernández Guarch  | En el Egipto del mariscal Al-Sisi FHG

En el Egipto del mariscal Al-Sisi

Regreso a El Cairo, nueve años después de la caída de Mubarak, tras la primavera árabe, la protesta de la plaza Tahrir y la salida del presidente Mohamed Morsi

No iba a Egipto desde 2007. En estos diez años han pasado muchas cosas en aquel país. Mi viaje tenía el sentido de recuperar las sensaciones del viajero entre templos y pirámides, pero también el ver en primera persona cómo había evolucionado una nación tras un periodo tan traumático.

Había dejado (en 2007) al general Mubarak seguro en su sillón presidencial. Después, 2011, el viento de la primavera árabe se lo llevó por delante y fue sustituido por un ambiente revolucionario que se inició en la plaza Tahrir, en el centro de El Cairo. De allí salieron una elecciones democráticas que ganaron los Hermanos Musulmanes, gentes religiosas al extremo y con una idea populista del gobierno. Su presidente fue Mohamed Morsi, un ingeniero que solo duró un año (junio del 2012 a julio de 2013). Depuesto por un golpe de Estado militar ahora quien manda es el mariscal Al- Sisi (Abdel Fattah Al-Sisi).

El aeropuerto al que llego tiene una terminal nueva y espaciosa. Más adelante veré mejoras en los accesos a los templos. Me dicen que todo eso es de hace cinco o más años. Hay que apuntárselo a Mubarak. Nos alojamos, mi mujer y yo, en un hotel de Giza, el barrio de las pirámides. Salimos, en nuestro primer día en El Cairo, y nos encontramos con un taxista que se ofrece para llevarnos a donde queramos.

Vamos primero al Museo de Antigüedades Egipcias en la plaza Tahrir, el epicentro de la revolución. El camino hacia el centro es como irse metiendo en un fonil. Cada vez con más coches y más gente. Las calles están llenas de baches, sucias, ruidosas. Las casas sin mantenimiento e inacabadas. El taxista, nos dice que se llama «Juanito» o Ahmed. Vive en Giza. Uno de sus diez hijos juega al futbol. Nos enseña la foto de un chico de unos quince años equipado como futbolista y promete que nos va a llevar a su casa a comer? Dentro de poco sé que no podré regatear con él y que le pagaré lo que me pida. Le pregunto por Al Sisi. «Un buen general», me responde. Pero ¿te gusta?. «Sí, es bueno con la gente». Noto que prefiere hablar de otras cosas. Le digo que su hijo será como Messi y le hará rico. Le gusta y se ríe. Aprecio en su mirada que eso ya lo había pensado.

El recorrido está plagado de controles policiales. Los edificios públicos, los hoteles, los museos están rodeados de unas vallas construidas con piezas de hormigón armado que le dan a la ciudad un aspecto de zona de guerra. Entrar en cualquiera de ellos, también en los hoteles o en los centros comerciales, supone pasar por un arco detector de metales y que te revisen bolsos y pertenencias en los túneles de rayos X. Eso origina colas y pérdidas de tiempo pero los vigilantes son educados y hasta simpáticos en esa ingrata labor.

El Cairo es la mayor ciudad de África con más de veinte millones de habitantes. Fundada por los fatimíes en el siglo X, cerca del Nilo en lo que se llamó el barrio de Fustat, se ha ido extendiendo y ocupa en la actualidad unos quinientos kilómetros cuadrados, desde Giza, donde está mi hotel, hasta Heliópolis donde se encuentra el aeropuerto. Llegar desde la periferia al centro nos lleva cuarenta minutos de sufrimiento viario.

Paraíso de la egiptologia

Ya en el Museo de Antigüedades, blindado por supuesto, se notan indicios de un importante deterioro. Durante las manifestaciones populares fue asaltado, robaron algunas cosas de segundo orden, y aún no está del todo arreglado. Siempre ha sido un edificio más apto para rodar películas de momias que un museo moderno pero contiene tantas cosas que ver que es el paraíso de los aficionados a la egiptología. Hay poca gente y los turistas son de un perfil diferente a hace diez años. Entonces estaba tomado por europeos y ahora son casi todos árabes u orientales. También hay algunos sudamericanos. El turismo bajó de unos 15 millones de visitantes en 2010 a unos nueve millones en 2015. En el año 2016 probablemente no llegaron a siete millones por el bajón producido tras el accidente del avión ruso que explotó sobre el Sinaí.

Terminada esta visita nos vamos, siempre con Juanito que ya no nos dejará en todo el día, al Museo de Arte Islámico. Está recién reabierto tras un atentado, en 2014, en el que se destruyeron más de cien piezas, casi todas rehabilitadas y señaladas con un circulito rojo. Nuestro taxista no sabía dónde estaba ubicado. No lo había visitado nunca, a pesar de ser el más importante del mundo, quizá con el de Estambul, de esta naturaleza. Pregunta a otros conductores, gritando de coche a coche. Parece enfadado con ellos pero es la forma habitual de tratarse entre ellos. Después de dar muchas vueltas, hay muchas calles cortadas al tráfico como medida de seguridad, recurrimos al GPS de mi teléfono para llegar. A Juanito no le ha gustado que la tecnología le haya superado, pero así es la vida para mi y para él.

El museo se encuentra en la linde del barrio islámico, en Bab-El-Louk, donde está el mercado de Khan el Khalili y la universidad de Al-Ahzar. El museo me encanta y además es gratis. Todos sus visitantes son, o parecen, naturales del país. Del museo se pasa a un patio y a este se abre una mezquita que no nos dejan visitar. No tenemos tiempo para ver el resto del barrio islámico pero hacerlo es una bonita forma de pasar una tarde en El Cairo.

De regreso al hotel seguimos con la sensación de descuido, de ciudad militarizada, de gente pobre que no puede arreglar sus coches (ninguno pasaría la ITV), ni sus casas. Hay muchas mujeres con la cabeza cubierta. Hace diez años eran poquísimas las que lo hacían. Algunas llevan el chador negro y solo se les ven los ojos. Dos se saludan al cruzarse y me pregunto cómo se habrán reconoci-do. Los peatones se encomien- dan a Allah para cruzar las calles, excepto algunas mujeres que lo hacen desafiando con su mirada y su porte a los conductores. Parece que dicen: «Atropéllame si te atreves».

Mi recorrido por el Nilo, de Luxor a Asuán, es el típico del turista que visita y disfruta de los templos, paisajes y aventuras en las compras tras intensos regateos. Hay menos barcos que antes y se confirma mi apreciación anterior de que el turismo oriental ha sustituido al europeo. Los barcos que hacen la ruta, amarrados en los desembarcaderos unos a otros, dejan ver en sus cubiertas superiores muchos árabes con niños y muchos japoneses y chinos con máquinas de fotos.

Tráfico fluvial y turistas

En Luxor, una ciudad del tamaño de Las Palmas de Gran Canaria (unos 400.000 habitantes) están construyendo, o mejor, rehaciendo una avenida flanqueada de esfinges entre sus dos principales templos: el de Luxor y el de Karnak. Es un proyecto a largo plazo que exige expropiaciones de casa, desvío de calles, algún puente y quizá un par de túneles. Cuando se culmine será muy atractivo el recorrer los dos o tres kilómetros que separan los templos entre esfinges y con ambiente faraónico. Hasta ahora hay unos doscientos o trescientos metros, los más fáciles de hacer, y ya le da una bonita vista al templo de Luxor en el que me gusta entrar hasta la nave final, que solo podían visitar los sumos sacerdotes sabiendo que en ese pequeño espacio físico en donde me encuentro yo ahora, han estado, entre otros, Alejandro Magno o Julio César. Nosotros los revisitamos, igual que el zoco y los bazares que están cerca del Winter Palace Hotel. Las tiendas no han renovado. La mercancía y la mitad de las cosas que allí se exponen se ven polvorientas, y algunas, rotas.

Pasamos el día siguiente a la orilla occidental del Nilo, por donde se pone el sol y donde se entierran los difuntos. Volver al Valle de los Reyes es uno de los puntos culminantes de nuestro viaje. Veremos las tres tumbas a que da derecho la entrada y otra más, la de Ramsés VI, espectacular y muy conservada. En esta última estamos solos ya que hay que pagar 50 libras adicionales, pero merece la pena por ver sus dibujos y relieves con una moderna iluminación led (las demás aún conserva los tubos de neón). Las entradas para extranjeros cuestan entre cuarenta y ochenta libras egipcias, según de qué monumento se trate. El euro se cambia, tras la última y reciente devaluación, por veinte libras egipcias. Como todas las devaluaciones ha empobrecido el país.

También en ese lado del Nilo vamos al templo de Habu, magníficamente reparado y sin apenas visitantes, y a la aldea de Deir El-Medina, donde vivían los capataces de los obreros que construyeron las tumbas de los faraones. Entramos en la tumba de Nebamun, uno de estos «encargados de obra», pequeña pero bien conservada. Con esto damos por finalizada la jornada «arqueológica». Navegar por el Nilo es una experiencia plácida y tranquilizadora. El barco va parando para que podamos visitar los templos que hay a lo largo del trayecto: Edfú, Esna, Kon-Ombó?

Con la juventud

En Asuán vamos a coincidir con Al-Sisi que está de visita oficial para tener un encuentro con los jóvenes. «President Sisi to young people in Aswan meeting», reza el titular del The Egyptian Gazette. Una cuadrilla de cazas sobrevuela constantemente la ciudad. Las calles principales están cortadas. Docenas de grandes carteles con su efigie le dan la bienvenida. Nosotros, que nos movemos en taxi o en calesa, para ir al bazar o al museo, debemos utilizar las vías de circunvalación dando grandes rodeos. A nuestros chóferes no les importa y nos dicen que Al-Sisi es un gran presidente. De Morsi, que ganó con mayoría absoluta hace cuatro años, hacen como que no se acuerdan.

Aquí, en Asuán, hay que darse una vuelta en faluca. Navegar hasta la isla de Kitchener donde hay un jardín botánico es una buena idea. Hay que visitar el templo de Filae, dedicado a la diosa Isis. Es frecuentado aún por sus seguidores. En otro viaje anterior coincidimos con un grupo de Nueva York que se desplazaba hasta allí no para ver el templo, sino para rezar a su diosa. Este templo es uno de los que se salvaron de las aguas cuando se hizo la presa inglesa a principios del siglo XX (no confundir con la gran presa de Asuán del tiempo de Náser). Hay muchas más cosas que hacer en Asuán entre las cuales está visitar el Museo Nubio o comprar en alguno de sus cuatro bazares: el de las especies, el egipcio, el de alimentación y?el de turistas.

Para regresar a El Cairo debemos someternos a los rigurosísimos controles del aeropuerto de Asuán. Unos soldados jovencitos están a cargo de la operación y nuestra maleta, tras ser examinada por rayos X, es abierta y registrada minuciosamente por ellos. Nos miran con una sonrisa como avergonzados por desconfiar de nosotros. Son las órdenes que tienen. Aplicadas a los mil turistas que quieren volver a El Cairo en los cinco aviones que tienen prevista su salida creará serios conflictos de tiempo y esperas.

Ahora nos quedaremos en el barrio de Heliópolis mucho más conveniente para no perder el avión. Es totalmente diferente del de Giza. Aquí viven altos funcionarios, militares y gente de posición económica desahogada. Acoge la residencia del presidente y muchos centros comerciales de aspecto internacional. Es otro Cairo.

Heliópolis está edificado sobre los restos de una ciudad fundada hace más de cuatro mil quinientos años y dedicada a Ra, el sol. Es donde aparecen los obeliscos que luego se extenderán por todo Egipto. Uno de los pocos que queda en el país está precisamente enclavado en unos jardines de este barrio. Iré a verlo.

Nos queda «la aventura» de volver al aeropuerto. Pasamos por tres controles de equipaje en los que nos hacen quitarnos los zapatos y ¡cinco! revisiones del pasaporte. Al llegar a facturar queda poco tiempo y nos recogen la maleta sin pesarla, dejándola en un montón de ellas sin orden ni concierto. Me despido internamente de mis cosas, casi todas ropa usada. Pero los caminos de Dios son inescrutables, y mi maleta aparece en la cinta de Barajas, junto con las otras cientos con las que viajan nuestro compañeros egipcios cuando se trasladan a España.

Egipto ha retrocedido, o al menos así lo veo yo, en estos diez años. Es lo lógico, tras sufrir una revolución que acabó con la economía siempre renqueante del país, pero también con las ilusiones de muchos de sus jóvenes, que se reúnen ahora con Al-Sisi para hablar de infraestructuras y no de proyectos de vida en libertad, enterrados estos bajo el pomposo título de «la primavera árabe».

* Fernando Hernández Guarch es doctor en Matemáticas. Exprofesor de la Escuela de Magisterio, del Colegio Universitario de Medicina y de las Facultades de Informática y Ciencias del Mar de Las Palmas.

NOTA.- Publicado en La Provincia

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