Los niños y el virus


Santiago Gil  //

No se quejan, no se manifiestan, no inventan bulos y no reniegan de su destino. Durante muchas semanas estuvieron encerrados en sus casas, lejos de sus amigos y de sus juegos, con toda esa energía que uno recuerda de la infancia, con toda su curiosidad por conocer cada día una palabra nueva, un juego diferente, una nueva mirada con la que asombrarse ante lo que casi todo el mundo pasa de largo.

Estos días de verano los miro en la playa, cada uno jugando solo en su propio espacio, en esos dos metros en los que no pueden compartir juegos y sueños de verano. Ellos sí serán los que saldrán con una vida distinta de toda esta pesadilla del coronavirus y de la incapacidad de sus mayores para buscar la coherencia, para ser responsables y para pensar siempre en su futuro, en el mundo que les dejaremos, en las consecuencias de esta pandemia que no se parece a ninguna otra porque no solo es una enfermedad que está afectando al cuerpo: ahora nos estamos dando cuenta de que lo que fallaba en la sociedad cibernética, tecnológica y muy siglo veintiuno era realmente la mente, la empatía, la inteligencia emocional y el no ser capaces de pensar ni un solo momento más allá de la inmediatez y de la reacción del propio presente.

 No estamos construyendo con buenos cimientos el mundo que nos espera, y sobre todo el que les espera a ellos, ese planeta que vamos quemando a medida que avanzamos como si no existiera un mañana. Creo que somos, y me incluyo porque formo parte de esa sociedad, los humanos más egoístas y más autodestructivos que han pasado por estos paisajes, justo cuando lo tenemos todo para ser los que cambiemos el destino de los seres humanos, esa constante repetición de guerras y de crisis económicas por no ser capaces de ponernos de acuerdo. Ni siquiera la cercanía masiva de la enfermedad y de la muerte nos ha hecho reaccionar. Ahora mismo se están sembrando en ese mundo de las pantallas que ya nos domina mil mentiras por cada verdad, mil historias delirantes que se creen todos lo que no han buscado dentro de sí mismos, los que no han leído, no han pensado o no se han parado a examinar la propia materia de su cuerpo, la temporalidad de la existencia, lo poco que realmente vale todo aquello que no nos ayude a ser mejores personas y a saber que cada paso que damos es realmente nuestro.

 Cuanto más gritemos, más lejos estaremos de dejarles un mundo habitable, y ahí están ellos, primero alejados de sus colegios y ahora sin verano, y un niño sin verano es una infinita tristeza porque el verano era la amistad en la orilla de la playa, las pandillas en bicicletas, los castillos de arena construidos siempre con muchas manos, el océano contemplado con el júbilo compartido con quienes también lograban atisbar en la espuma o en los horizontes toda clase de sueños y de cuentos. Estos días los ves en la playa, cada uno en la soledad de sus dos metros, y a veces te preguntan que cuánto va a durar todo esto, que por qué llegó el coronavirus y que por qué, si queremos curarnos, mucha gente con la que se tropiezan va incumpliendo las normas que ellos han cumplido ejemplarmente desde el principio de la pandemia: la mirada de cada uno de esos niños y las preguntas de todas esas niñas que juegan con sus sombras en la arena creo que es la única esperanza que nos queda.

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