Los lazos


Santiago Gil //

La destreza se aprende, también lo sutil, y la ligereza de poder vivir sin apegos y sin miedos. Nos empeñamos en querer eternizar aquellos castillos de arena que construíamos en la orilla de la playa. No quisimos aprender toda la metafísica que enseñaban aquellas olas que arrasaban nuestro trabajo de muchas horas. Y así es la vida, como esa orilla que es siempre nueva cuando baja la marea. Los únicos castillos que sobreviven son los que uno logra construir en el aire, los que recrea la loca de la casa cuando se pone a soñar, o cuando cuenta historias inventadas como hizo Scheherezade para eternizar su tiempo.

Lo primero que sale, si nos dan una soga o unos cordones, son los nudos. Todos hicimos nudos queriendo hacer lazos en los zapatos del colegio. No es fácil lograr la sutileza del lazo. Son pocos los que logran hacerlo al primer intento. Hay que dejar bien amarrado el zapato, pero al mismo tiempo hay que conseguir que ese amarre sea leve y que se pueda deshacer en cualquier momento con un mínimo roce. Los lazos, además, hay que renovarlos cada día. Si no lo hacemos, el tiempo los convierte en nudos casi sin que nos demos cuenta, y al final se anquilosan y se quedan como esas sogas olvidadas en las playas después de que las devuelve la marea.

El amor es el lazo más complicado y más difícil de nuestra existencia, el amor que vives, el amor que tuviste y también el que aún no ha aparecido en tu camino. Siempre que creemos encontrarlo, nos empeñamos, casi sin darnos cuenta, en volver a los nudos, y por eso, cuando se quiebra, cuesta tanto desatarlo de nuestra alma. Todo lo que vivimos es como ese amor que debería estar siempre de paso aunque sea eterno, porque es verdad, y no es un contrasentido con lo que vengo escribiendo, que ningún amor merece la pena si no se sueña eterno desde que nace.

Todo esto que escribo queda bien entre palabras, después de tomar un café y mirando cómo se extienden los renglones en la pantalla igual que si fueran pasos que uno va dando seguro porque sabe que no hay precipicio por el que caerse. En la vida diaria nos empeñamos, casi sin darnos cuenta, en querer anudar todo lo que vivimos. Lo sublime y lo terrible deberían estar siempre sujetos por la ligereza de los lazos. Vivir sería mucho más fácil si asumiéramos ese necesario aprendizaje.

No fue sencillo lograr aquel punto justo en el cordón de los zapatos: casi siempre se nos rompía antes de poder cerrarlo, o se enredaba, como los primeros nudos. Un lazo es una ciencia. No sé si exacta, pero sí necesaria para comprender el sentido de las ataduras y de esa existencia que se vuelve sutil y etérea cuando aprendemos a desatar el pasado que ya no nos pertenece.

Y si volvemos, porque los humanos casi siempre regresamos a los recuerdos, deberíamos saber cerrar luego ese espacio secreto con lazos que nunca aprieten más de la cuenta.

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