Los cruceristas


Santiago Gil //

Siempre ha habido turistas. Distintos turistas, de muchas procedencias, de clases sociales diferentes, todos buscando lo que no tienen en su tierra, unos rayos de sol, la playa, un barranco que les haga parecer que están solos en el mundo, gente que camine por las calles sin prisas, comidas que no se parezcan a las suyas, arquitecturas casi coloniales, isleños con rasgos de muchas razas en sus caras y con ojos que llevan la estela de todos los soñadores que también llegaron buscando algo que no encontraban en donde estaban.

Estos días sales a la calle en Las Palmas de Gran Canaria y te encuentras a cientos de cruceristas que llegan cuando amanece y que se marchan cuando cae la noche entre sonidos de bocinas que retumban desde San Cristóbal a La Isleta.

Te los encuentras cuando vas camino del trabajo, relajados y sonrientes, como mismo estamos nosotros cuando viajamos para alejarnos de las rutinas diarias. Uno querría pararse a tomar una caña con ellos y a mirar la ciudad con ojos nuevos. Estaría bien disfrazarse de turista algunos días y confundirnos entre esos grupos que van detrás de un guía por las calles de Vegueta.

Me gustan sus ojos de asombro y me sosiega su paso lento y su mirada atenta a todo lo que les rodea. Recuerdo cuando pasaban por Guía a principios de los setenta y los saludábamos como si fueran astronautas que acabaran de llegar a la tierra, o cuando aparecían en aquellos jeeps descapotables y medio desvencijados en el Puerto de Las Nieves. Muchos se quedaron para siempre. Devolvieron el coche de alquiler y compraron un apartamento en el que vivir como eternos turistas los avatares del mundo y de los seres que nos movemos en sus adentros.

Si no tuviera ataduras y contara con dinero, viviría como un turista asomándome cada mes a una ciudad, a un paisaje o a una playa nueva, aunque quizá el secreto de la felicidad esté en aprender a mirar la playa, la ciudad y el paisaje que nos encontramos a diario con esos mismos ojos con los que miran los cruceristas cuando atisban el horizonte de la isla desde el muelle. Ellos se sientan en las terrazas o escuchan a ese músico que toca el violín en Triana como si la vida fuera un espectáculo diario.

En sus países seguro que vivirán con las mismas prisas y con los mismos tedios que casi todos nosotros. Aquí se sienten a salvo. Una isla siempre es un paraíso inventado para quien llega buscando horizontes que se confunden con los sueños. Y también, a veces, para quienes las habitamos y nos damos cuenta de que ese Edén se improvisa entre la utopía y el deseo.

Está bien que siempre nos lo recuerden todos esos viajeros que deambulan por nuestras calles con pantalones cortos, con sandalias y con esa sensación de que la vida no es más que un paseo por el que vamos reinventando nuestros propios paisajes cotidianos.

CICLOTIMIAS

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