Los charcos


Santiago Gil  //

La lluvia en verano improvisa charcos que desentonan con el paisaje y con la vestimenta de la gente.  A él le gustaba verse reflejado de vez en cuando en esos espejos efímeros que luego borran nuestra imagen para siempre en las aceras. Se miraba disimuladamente cuando pasaba por la calle después de que escampara.

Uno sabe siempre dónde se terminarán formando los charcos. Evitamos pasar al lado para que no nos salpiquen los coches o para no acabar pisando inesperadamente. En verano, los pies se quedan helados cuando llueve.

En otros lugares, las tormentas suelen aparecer tronando a última hora de la tarde. Nosotros, en estas islas tan poco proclives a los mandatos de las estaciones, podemos encontrar esa lluvia cualquier mañana, lo mismo que en diciembre disfrutamos de un radiante día de verano.

También podemos cambiar de estación variando solo unos kilómetros, por eso las aves migratorias siguen arribando a nuestras costas cuando sobrevuelan océanos y continentes en busca del calor que siempre ha movido a los humanos tanto como el amor o como esa libertad que soñamos lejos de donde casi todas las cartas están marcadas antes de que comience el juego.

Ese amigo pasea sin perder detalle de lo que van encontrando quienes saben mirar más allá de las evidencias. Busca a los otros y se busca él mismo rastreando su sombra, viéndose reflejado en un escaparate o reconociéndose en tiendas que ya no existen y que él puede seguir viendo en su recuerdo como cuando paseaba hace años por esas mismas avenidas o por los campos que nunca son los mismos aunque creamos que los árboles nos enseñan siempre las mismas ramas que apuntan al cielo.

El otro día sorprendí a ese amigo rebuscando su semblante en el fondo de un charco que se forma en la plaza de Las Ranas. Lo hacía disimuladamente, pero yo vi cómo se detenía mientras esperaba que el semáforo se pusiera verde para los peatones al otro lado del barranco de Guiniguada. Lo asusté cuando pronuncié su nombre, y al moverse su imagen naufragó en el fondo del charco. Seguimos hablando y no le comenté nada hasta llegar a calle de Triana.

Ya no llovía. Le pregunté que qué buscaba en los charcos y me dijo que ya sabía de antemano que no encontraría nada tangible, pero que le valía ese reflejo para eternizarse por lo menos unos segundos. Me habló de todos los charcos en los que se había visto reflejado en París, en Londres, en Nueva York o en la aridez de los desiertos. Nos despedimos y me dejó pensando en todas las miradas que ha ido borrando el sol a lo largo del tiempo. Comenzó a llover de nuevo, abrí el paraguas y contemplé mi media sonrisa en un charco que se formó en la esquina de Triana con la calle Travieso. Imagino que allí me quedaré siempre, en ese infinito insondable de los fondos que creemos que desaparecen cuando se secan.

Ciclotimias

Hay fotos que nos convierten en extraños de nuestros propios recuerdos.

 

 

 

 

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