Las curvas


Santiago Gil  //

 

Me lo reencontré hace unos días. Yo estaba firmando libros en la Feria del Libro de Las Palmas de Gran Canaria. No lo veía desde hacía muchos años, pero ese señor me salvó la vida. La verdad es que yo estoy aquí de puro milagro. Primero me sacó Nico de las aguas de Agaete cuando tenía seis o siete años y un remolino me llevó al fondo del océano sin que pudiera hacer nada por evitar el ahogamiento. 


De aquella primera casi muerte me acuerdo poco. Solo rememoro la asfixia y el desfallecimiento. La segunda sí la mantengo siempre viva en mi memoria. Fue un accidente de bicicleta a los quince años en la Cuesta de Silva. Perdí el conocimiento y no perdí la vida de puro milagro. Si estoy aquí ahora es porque aquel hombre que vivía en El Hormiguero sabía de primeros auxilios, mantuvo la calma y evitó que me desangrara. Luego ya llegué al hospital, me estuvieron dando puntos por toda la cara durante horas y me hicieron toda clase de pruebas. Cuando me preguntan que por qué digo siempre que la vida es azar me remito a ese accidente, aunque es cierto que fui yo el que eligió bajar como un loco por una carretera con curvas peligrosas.


Ese hombre que me salvó la vida se jubiló como guardia municipal en Guía hace menos de un año. Se llama Carmelo, y el otro día, mientras le dedicaba una de mis novelas, veía pasar cada fotograma de aquel momento que a veces olvido y que, otras veces, es la tabla de salvación a la que me agarro en todos los naufragios, en las ferias de las vanidades en las que uno cae como casi todos los humanos y ante esos ataques que nunca entendemos de los malvados, pero que se repiten, desgraciadamente desde el patio del colegio.

 

Las veces que he cambiado el rumbo de mi vida me he acordado de aquel momento, de lo poco que vale realmente nuestra existencia, y de cómo en un segundo puedes desaparecer para siempre. Intuí el famoso túnel, ese viaje a velocidad de vértigo que solo recuerdo como un trayecto placentero y relajado hacia la luz. Ni Carmelo ni yo somos los mismos de entonces. Han pasado casi cuarenta años, pero su presencia me serenó como aquel día en que solo con esa misma serenidad y con su bonhomía logró calmar a un moribundo. La vida te va cruzando con personas para que aprendas de ellas, de las generosas  y también de esos malvados de los que hablaba hace un momento. Todo es un camino de aprendizajes y experiencias. La existencia es un soplo, un parpadeo. 


Lo digo siempre. Lo descubrí en aquel momento y trato de no olvidarlo nunca para no perder el norte. Me equivoco muchas veces, y lo seguiré haciendo, pero siempre mantengo la certeza de que todo importa poco, de que hay que tratar de ser siempre honesto y generoso y de que la vida, al fin y al cabo, es el gran milagro que podemos disfrutar los que aún no hemos terminado de atravesar ese largo túnel que nos llevará al otro lado del tiempo.

 

CICLOTIMIAS

 

El agua devuelve ecos de antes de que estuviéramos.

 

 

 

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