La virgen del barranco


Por Santiago Gil

A veces no te das cuenta de que ya no está lo que veías hasta que desaparece del lugar en el que creías que no lo estabas viendo cada mañana. Caminas cien veces por una calle y te crees que no estás mirando todo lo que no racionalizas, pero sí lo anotan tus ojos como para contarte que el mundo está en orden aunque tú no te des cuenta. El día que falta un adoquín, un maniquí de un escaparate o cuando cambian el color de una puerta, sí te detienes y descubres que alguien ha cambiado tu paisaje rutinario, bello sin que te dieras cuenta porque lo tenías siempre delante, tan tuyo que cuando varía aparece una extraña nostalgia y un cierto arrepentimiento por no haberte detenido más veces allá de donde tus ojos nunca pasaban de largo.

Durante todos estos años he pasado delante de una virgen que estaba en una pequeña cueva del barranco de Guiniguada, justo antes de llegar a la Fuente Morales. Era una recreación sencilla y luminosa ante la que me detuve la primera vez que pasé delante. Luego he ido corriendo muchas veces y miraba a la derecha si bajaba o a la izquierda sí subía el cauce del barranco en ese pequeño puente que separa un desnivel que dejaron las aguas cuando hacían resonar su rumor atávico de piedras y de barro entre los riscales, las palmeras y los álamos. Sabía que estaba aunque no fuera consciente de lo que enfocaban mis ojos en su visión panorámica, y así  fue durante años, y así hubiera sido en todos los años que espero transitar por ese barranco mágico en el que se ha escrito tanta historia desconocida y tantas gestas que recogen los libros. Justamente, recuerdo que hace años, cuando publiqué la fotografía en Facebook, J.J. Laforet escribió diciendo que la conocían como la Virgen del Barranco desde que la colocaron unos vecinos hacía muchos años. La gente que pasaba ponía lapas, monedas, flores o pequeñas velas. Todos fueron respetando la presencia de aquella figura que formaba parte del Guiniguada como todas esas vírgenes o cuevas con exvotos que uno encuentra en los barrancos y en las montañas de la isla. Pero el dos de junio, al pasar por delante de la pequeña cueva, ya no estaba la Virgen: la habían robado, y en su lugar habían dejado un Nacimiento decapitado. A lo mejor estamos a tiempo y quien la tiene se acerca y la deja otra vez en su sitio, pero mucho me temo que la maldad volvió a cruzar el camino del barranco y que ese arrepentimiento no tiene cabida en un mundo tan poco respetuoso con la belleza.

 No tenía ningún valor económico, ni artístico, pero llenaba aquel espacio con la energía de quienes la habían colocado como una humilde imagen de los caminos, casi como la sombra de cualquiera de nosotros cuando transitamos debajo de los grandes riscales y de las palmeras que se alzan muy por encima de nuestras presencias y de nuestras efímeras egolatrías.

En los días posteriores al confinamiento, el barranco se llenó de nuevos corredores y senderistas que se sorprendieron de que ese espacio tan edénico y tan bello estuviera casi a las puertas de sus casas, pero también se conoce que atrajo a machangos de los que siguen empeñados en destrozar todo aquello que hermosea los caminos. Muy cerca, vi unas cuantas higueras silvestres reverdecidas, y también cientos de mariposas volando entre el verdor de la primavera. Estaban antes que nosotros y que esos símbolos que a veces colocamos en los cuevas o en los senderos. El ser humano sigue siendo el mismo antes y después de la Covid. Incluso me atrevería a decir que muchos, en lugar de aprender a vivir un poco más en paz y en armonía, han salido todavía más destrozadores, más vocingleros y más desaprensivos.

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