La materia de la isla


Santiago Gil  //

 

Todos cambiamos el paisaje que nos rodea. Desde que lo miramos ya lo estamos inventando de otra manera diferente, pero también cuando movemos una pequeña piedra o dejamos nuestras huellas en un camino polvoriento.


El paisaje ya estaba antes de que llegáramos, y ya era bello porque es siempre bello lo que la naturaleza crea siguiendo sus ciclos milenarios. Cuando talas un árbol dejas un hueco de ausencia en medio de la nada, y si matas un pájaro estás cercenando esa armonía que se viene repitiendo desde mucho antes de que llegáramos los humanos a poblar el planeta.


Hay personas que sí son capaces de embellecer aún más lo que ya era hermoso, y una de ellas era César Manrique, quizás porque su esencia era pura naturaleza, como esa arena de la caleta de Famara que siempre recordaba cuando le preguntaban por la infancia y los juegos. César jugó toda su vida a volver más bello lo que le rodeaba. 


A veces imagino cómo serían estas islas si se multiplicaran los César Manrique por todas partes; pero estas islas, en lugar de artistas y de defensores del medio ambiente, vio multiplicarse la especulación, el ladrillo y la corrupción urbanística, y ahora, al paso de los años, vemos que ya hay paisajes perdidos para siempre, incluso allí donde Manrique demostró que se podía construir integrando la arquitectura con los colores y las formas de la tierra. Siempre he admirado profundamente a César Manrique, y siempre es una de mis referencias cuando me preguntan sobre el paisaje y el desarrollo turístico de Canarias. 


Si seguimos su estela aún tendremos futuro, sobre todo en las islas y en los espacios a los que no llegó esa locura constructora que alicataba las montañas y sembraba el hormigón en cualquier parte como quien extiende una lava que no se parece nada a la lava que luego se vuelve malpaís, roca negra de la playa, arena o tubo volcánico por el que a veces uno tiene la impresión de que puede llegar al otro lado de la existencia.


Los aniversarios sirven para retomar ideas y para rescatar del olvido a quienes trataron de dejar un mundo mucho mejor que el que encontraron. César salió de las islas, recorrió el mundo, aprendió, buscó en todos los caminos del arte, y un día, después de engrandecer su pensamiento y su perspectiva viajando y creando donde estaba el centro del arte, se dio cuenta de que era la materia de su propia isla la que mejor se ajustaba a sus sueños. 


Y nosotros, después de tantos años sin escucharle y sin verle, queremos agradecerle su clarividencia, su compromiso con el paisaje y esa estética que reinventó una isla que no se creía tan bella hasta que él llegó y nos enseñó el alma de la lava y toda la energía que llevaba dentro. Así son las islas si aprendemos a mirarlas con los ojos de César Manrique, y ese debería de ser nuestro gran homenaje a un artista que cambió nuestra manera de concebir la naturaleza. 


Siempre que voy a Lanzarote intento acercarme a su tumba en el cementerio de Haría. Esa tumba la diseñó él mismo y es el único enterramiento que conozco que no transmite tristeza, ni tampoco el fracaso de la vida. Una piedra sencilla, un cactus, una palmera y el negro picón que resalta ante el azul del cielo y el blanco de los muros y de las casas. 


Todo lo que allí dejó parece que sigue vivo. Y así debería ser. Escuchemos siempre su voz entre el estruendo de las olas de Famara. Ya todo lo dijo. Somos nosotros los que hemos traicionado su espíritu y su enseñanza.

 

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