El viaje interminable del océano


Santiago Gil  //

La literatura es música. Si un texto no resuena más allá de las palabras, si no deja un eco sonoro en nuestra memoria, se convierte en una sucesión de frases y de versos que dicen lo que puede expresar un acta notarial o una lista de la compra. Buscar ese sonido lleva una vida entera, porque quien escribe debe buscar la voz propia, los temas más o menos recurrentes, pero sobre todo la cadencia que haga que sus textos se reconozcan entre cualquier otro texto que se haya escrito a lo largo del tiempo.

Tomás Morales suena a Tomás Morales desde el primer verso que uno lea, desde aquella edición de Las rosas de Hércules que leíamos en el instituto entre Rubén Darío y Juan Ramón Jiménez, porque Tomás creo que era el único poeta canario que aparecía en los libros de texto de mi generación, y además sonaba a mar y a campo, a tierra mojada y a los callaos que remueven las olas insistentes del norte de Gran Canaria.

Tomás era infancia, el paraíso perdido de los poetas, el asidero en el que Rilke decía que estaba toda nuestra esencia, la Arcadia recreada una y mil veces en el sonido del agua de un riego, en los álamos de las fincas o en esa niebla que cuenta el poeta que subía barranco arriba hacia Moya y Fontanales, toda esa irrealidad que de repente vuelven mágicos y telúricos los pasos que vamos dando por las calles o por los caminos de barro, el olor balsámico de todos esos senderos que luego se vuelven versos.

Y está el mar, siempre ese mar que quien se va lejos lleva en cada uno de sus poros y en el eco que reverbera en todos sus recuerdos. Aquel Tomás que acudía a las tertulias de Carmen de Burgos, Colombine, donde coincidía con con Villaespesa, con Gómez de la Serna o con Díaz Canedo, buscaba su música en el recuerdo del mar de Gran Canaria que recitaba insistente en la meseta a la que no llegaba la brisa de las playas de su infancia. Todos esos avatares en la casa se Carmen de Burgos los cuenta Rafael Cansinos Assens en el Diario de un literato, cuando muchos de los que ahora son grandes nombres de la historia de la literatura eran jóvenes bohemios que buscaban esa voz propia de la que vengo hablando.

Tomás regresa a Canarias para trabajar como médico y se instala en Agaete durante ocho años. Imaginen cómo sería el Puerto de Las Nieves en aquellos años, la sonoridad del Atlántico, la luz de los crepúsculos luminosos y luego la espesura del Huerto de las Flores o de los paisajes del Valle. Todo eso que vio y sintió el poeta, unido a sus lecturas, a sus viajes, y a esa infancia casi edénica entre bosques de laurisilva y olor a pino y a poleo, se reconoce luego en todo lo que va escribiendo.

Siempre se etiqueta a Tomás Morales Castellano como poeta modernista, pero creo que su poesía, aun siendo de las que mejor se engarzan con la corriente liderada por Rubén Darío, se acerca también al simbolismo, pero sobre todo se acerca a su propia mirada de la vida y a los paisajes que le marcaron: su modernismo cambia los nenúfares por el olor a sebas y por el estruendo de las olas contra las rocas de Las Salinas, La Caleta o El Juncal. He vuelto estos días a releer Las rosas del Hércules, y ahora entiendo y siento aún con más cercanía todos esos versos.

El poeta murió joven, pero dejó unos versos eternos, por tanto el poeta no fallece mientras sus sonetos y sus versos alejandrinos resuenen y remuevan las emociones de quienes se acercan a ellos. Los aniversarios sirven para desempolvar libros olvidados. A veces hablamos mucho de ellos, pero no nos acercamos a los anaqueles para revivirlos como único reviven los libros de poemas. Sin lectores no hay poemas ni poetas.

Volvamos estos días a Las rosas de Hércules, a sus olores, a sus metáforas, a la sinfonía perfecta de su cadencia, al olor de la infancia en los campos de Gran Canaria y sobre todo al Atlántico, a ese océano que muchas veces no escuchamos cuando queremos saber de dónde viene la música de nuestra memoria más lejana. Y luego está el azul, toda esa inmensidad que el poeta escribe para que jamás termine el viaje en ninguna parte.

 

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