El sueño eterno


Santiago Gil  //

La ciudad que miraba desde la distancia estaba en silencio. No escuchaba el ruido de los coches, la música que sale de algunas tiendas que casi se confunden con discotecas, las teles que resuenan en todos los patios interiores, la voz baja de dos enamorados que se besan por vez primera, las sirenas que siempre nos sobrecogen o el canto de esos pájaros que se esconden entre las ramas de los pocos árboles que van quedando. Esa ciudad, vista desde lejos, casi parecía un sueño lejano.

Había una catedral, unos barcos fondeados en el horizonte y muchas azoteas. En ese momento hice lo mismo que hacemos cuando vamos pasando las fotos con los dedos en cualquier dispositivo electrónico, cambié la imagen, como hacemos también en algunos pestañeos, y de repente en lugar de los edificios había solo un océano, una playa y un barranco circundado de palmeras y de tabaibales.

Vi un espacio casi edénico por el que corrían niños pensando que la vida era un juego  divertido e interminable, vi llegar conquistadores que acabaron con la inocencia de aquellos niños, y seguí viendo hombres y mujeres que fueron construyendo casas, levantando negocios o vislumbrando utopías.

Continué pasando cada una de esas imágenes y contemplé una ciudad que ardía mientras se alejaban los piratas por el horizonte, vi a un niño que soñaba en silencio las grandes novelas que acabaría escribiendo a finales del siglo diecinueve, a un poeta que trabajaba de oficinista entre ingleses que quisieron vivir en los arenales como mismo vivían en sus interminables praderas y a un pintor con tuberculosis que trataba de buscar la belleza en cada trazo para volverse eterno y quedarse para siempre en la mirada de los otros.

Escuché a un joven tararear las primeras romanzas en una casona de Vegueta y a escasos metros vislumbré a un señor silbando melodías mientras recreaba líricas piedras lunares. También pude asistir al momento en que un pintor encontró el sentido de su obra mientras miraba las momias  y empezaba a pergeñar arpilleras que contaban el desgarro de unos años grises y pacatos. Esos parpadeos o esas fotografías que iban pasando siempre tenían la misma luz de fondo, ese sol que decía el poeta William Blake que nunca se paraba a pensar por qué brillaba porque si alguna vez lo hiciera probablemente dejaría de brillar para siempre.

Nosotros tampoco nos paramos a pensar casi nunca para qué seguimos caminando, pero si miráramos hacia atrás podríamos ver que la existencia es más recuerdo que memoria, más anécdota que acontecimiento y mucho más azar de lo que una vez quisieron enseñarnos. Desde lejos, pasando las fotos del tiempo como si ese tiempo fuera solo un parpadeo, se nos ve también a nosotros siendo alguno de aquellos que soñaban con ser eternos mientras miraban hacia el horizonte del océano.

 

CICLOTIMIAS

La música es un milagro, un camino, una puerta de salida hacia la nada.

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