El nadador


Santiago Gil  //

Vivir y nadar son verbos que se parecen. Venimos del mar, flotábamos cuando los seres humanos eran casi un sueño imposible, y nos seguimos adentrando en el agua con la misma sensación de regreso al principio de todo lo que fuimos, al atavismo de cuando fuimos esporas a merced de las corrientes. Vivimos flotando en el líquido amniótico muchos meses antes de salir al mundo, y nadar, no luchar contra esas corrientes, y dejarte llevar si viene una marea fuerte e inesperada, sigue siendo a día de hoy una buena estrategia para no zozobrar en los miedos, en las prisas y en lo que creemos que es importante y que siempre es algo que está de paso, como esas ondas que se dibujan en las presas cuando tiramos una piedra.

Hay muchos relatos y muchos libros que hablan del mar, pero a mí me atraen más los que se refieren a los nadadores. Está el relato de John Cheever que luego se llevó al cine protagonizado por Burt Lancaster. Todo lo que escribía Cheever tenía ese algo indescriptible que no deja que nos separemos del libro que estamos leyendo, también sus diarios, pura ficción o realidad literaria, porque hace tiempo que sabemos que casi todo lo que escribimos lo inventamos, o lo contamos desde nuestro recuerdo y nuestro punto de vista cuando creemos que estamos narrando algo que aconteció en nuestro pasado.

Nunca coincide con el recuerdo de quien vivió con nosotros ese momento, ni siquiera nuestro propio pasado es el mismo si preguntamos a dos personas distintas que convivieran con nosotros hace años. Estos días me han regalado uno de esos libros inesperados que relees muchas veces y que te emociona en cada una de sus páginas. No conocía ni al autor, ni el título. Se titula El nadador en el mar secreto, y lo escribió hace unos años el narrador norteamericano W. Kotzwinkle. Ya en la portada lees lo que escribieron de ese texto escritoras que uno admira, sobre todo Rosa Montero, que en mi caso siempre acierta con sus recomendaciones, pero esos halagos llegan también de Rosa Regás o de Lea Vélez, esta última escribe que quizá es el mejor libro que ha leído: “Un libro perfecto.

Una guía interior. Un resumen. Un milagro. Pura brujería”. No se equivoca la escritora madrileña. El libro que edita prodigiosamente Navona y que cuenta con una magnífica traducción de Enrique de Hériz emociona desde la primera a la última página, te desgarra, te despabila, te humaniza cada uno de sus personajes y, sobre todo, te enseña que la derrota no es el final de ningún camino y que la vida, a veces, no es más que un azar que nos lleva de un lado para otro y que esas heridas, con el paso del tiempo, son las que nos hacen vivir más intensamente cada segundo, las que te recuerdan que este juego de la existencia se parece mucho al juego de nadar del que venimos, con ese mar secreto que recorre el mundo interior que nos habita.

CICLOTIMIAS

La noche es una huella extraña que desdibuja el olvido.

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