El infinito en un junco


Desorientados, ciegos, a veces derrotados, perdidos, sin respuestas, ignorantes de dónde venimos e incapaces de saber hacia dónde vamos, cegados ante la inmensidad de los océanos, liliputienses cuando nos miramos desde la infinitud del universo, creyéndonos pequeños dioses o dándonos cuenta de que nuestra vida depende de tantos azares y tantos movimientos que no controlamos que, en muchas ocasiones, lo mejor es quedarse quieto observando las estrellas; pero los humanos, no lo olvidemos, también hemos sido capaces de inventar un alfabeto, un lenguaje, metáforas, millones de poemas y, sobre todo, hemos sido capaces de contarnos como si fuéramos otros para tratar de entendernos.

Todo esto que he escrito solo intenta acercarles a uno de esos libros que, de vez en cuando, nos recuerdan la grandeza de la propia existencia, nuestro empeño por dejar de saltar de rama en rama en los árboles, y nuestra secreta intención de seguir buscando en los caminos oscuros cualquier atisbo de belleza. El infinito en un junco de Irene Vallejo me ha hecho viajar lejos durante varias semanas. Si regreso a lo leído, que regresaré muchas veces, me encuentro decenas de frases y de párrafos subrayados, de citas y de datos que no conocía sobre el origen de los libros, el nacimiento de las bibliotecas y el camino de las palabras a lo largo del tiempo. Busquen el libro que publica Siruela y déjense llevar por su cadencia, por la capacidad que ha tenido quien lo escribe para armar el rompecabezas de ese milagro que nos ha cambiado la vida a muchos de nosotros: los libros son, sin duda, uno de los pocos asideros que nos quedan para darle sentido a nuestra existencia y para seguir avanzando desde la sabiduría, la emoción y la fe ciega en que el ser humano pueda llegar a vivir algún día en armonía con su propia condición efímera y, al mismo tiempo, eterna, o por lo menos que pueda ser capaz de dejar alguna huella escrita para los que vengan más adelante a hacerse las mismas preguntas que nosotros.

Irene Vallejo viaja al pasado más lejano con la naturalidad de quien parece que te está contando la historia de ayer mismo, porque también habla de ayer mismo, y de hoy y, por supuesto, de mañana, de todos los cruces de caminos que desde el barro al papiro, desde el papel a la pantalla, nos han permitido trascender y leer la vida a través de nuestra propia mirada, con la combinación de las letras del alfabeto, ese juego de símbolos que se vuelve infinito cuando se cruza con las emociones o con la necesidad de contar y de no extraviarnos en el caos de quienes no se han acercado nunca a las palabras.

No se equivocaron todos los que escribieron o me recomendaron una y otra vez el libro de Irene Vallejo. Yo también quisiera sumarme a todos los que me acercaron a sus páginas. Vayan a buscarlo cuanto antes, desde que puedan. No dejen de aventurarse por la sapiencia de sus páginas y por la calidad literaria de quien las escribe. Un remanso en medio de este caos que estamos viviendo, una veta de esperanza en la gran incomunicación actual de muchos de los que nos gobiernan, la intuición de que, a pesar de todos los vaticinios y los presagios, el ser humano es capaz de las mayores proezas y de los más altos logros rebuscando en la infinitud de los libros y de los abecedarios.

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