El cabello del olvido


Por Santiago Gil

El olvido nos ayuda a inventar nuevos caminos; pero siempre se guarda todo lo vivido. Se conserva en el almario y en el cerebro y, sin darnos cuenta, todo eso que creemos que ya está sepultado entre las cenizas de la memoria, reaparece o nos convierte en lo que somos. También los sueños se nutren de esos retales que vamos desperdigando en nuestros adentros como si nunca más fuéramos a verlos. Lo vivido hace unas semanas quedará aunque creamos que ya estemos transitando sobre un camino expedito y libre de peligros. Fue ayer mismo cuando estábamos encerrados y estupefactos. Parece increíble que eso sea cierto y que luego los mismos, que somos nosotros, estemos abarrotando terrazas como si la Unión Deportiva acabara de subir a Primera o callejeando como cuando buscamos el último regalo en la noche de Reyes.

De esos dos meses que quedaron atrás desde el mismo momento que pasamos a la Fase 1 en los lugares donde pasamos de fase como quien pasa de curso, quizá solo nos quedaron los pelos que fuimos cortando a medida que encontrábamos un hueco en las peluquerías. Yo escribo recién llegado de la peluquería. Resultó extraño mirarme al espejo todo el rato con una mascarilla como si fuera una especie de alienígena que hubiera dejado en la puerta una nave nodriza para regresar al espacio a seguir atravesando galaxias y rompiendo la barrera del tiempo. Pero era yo el que se reencontraba con los pelos de cuando tenía dieciséis años, con los rizos que quedaban cuando me mojaba el cabello y luego lo agitaba hasta que se enmarañaba como el de los rockeros o los futbolistas de los setenta. Esta vez no tuve que esconderme de nadie para dejarme crecer el pelo ni transgredir aquel pelo corto que, de repente, nos hacía parecer más revolucionarios. Esta vez comprobé aliviado cómo Ramón, mi peluquero, pasaba la máquina y arrancaba, como quien esquila a una oveja, toda aquella pelambrera que luego recubrió el suelo. Eso fue lo que quedó de todo el confinamiento. Y no es que no desee seguir siendo revolucionario, que ahora hay que serlo más que nunca para que nadie trate de coartar nuestras libertades más allá de lo que se precisa para controlar una pandemia: lo que sentía era que, por fin, dejaba atrás la pesadilla vivida durante varias semanas de zozobra y de miedo ante un espejo en el que nos costaba reconocernos.

 De todo lo vivido solo quedaron aquellos pelos en el suelo. Todo lo demás, lo que realmente marcará nuestra vida, lo llevaremos dentro de nosotros para siempre, dentro y también fuera cuando nos asomemos a ese mundo nuevo que aún no hemos sido capaces de llegar a ver aunque lo tengamos delante de nuestros ojos todo el rato. Todavía hablamos de cifras y de porcentajes, como mismo hablábamos de la Covid-19 antes de que nos encerraran en nuestras casas con los militares y los policías en la calle avisándonos de que la vida que habíamos llevado hasta ese momento quedaba prohibida. Creíamos que esa prohibición iba a ser pasajera; pero no, esa vida que se va dibujando poco a poco ante nuestros ojos atónitos no es como la de esos pelos que caen al suelo. Ya nada será igual que antes, aunque creamos, lampedusamente, que todo seguirá igual que siempre.  

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