Eduardo Perdomo


Santiago Gil

La vida no siempre es un argumento que entendemos. Muchas veces tenemos que aguardar a que todo se coloque en su sitio o dejarnos llevar por la intuición de nuestros pasos y de nuestra inteligencia. No siempre termina bien la historia, pero creo que no se trata de que termine bien o mal sino de aprender en el proceso.

Hace unos días me vi sentado junto a mi profesor de Literatura de hace treinta y seis años. Yo llegaba a Segundo BUP sin saber qué quería hacer en la vida y solo pendiente de esa proteica inmediatez de la adolescencia. Eduardo Perdomo de la Guardia acababa de terminar la carrera y llegaba al instituto de Guía con más temor que nosotros, aunque nunca lo notáramos en clase.

Tenía la ventaja de ser cantautor y de aparecer a veces con una guitarra, y ya sabemos que la música es siempre una puerta de entrada que no precisa más protocolo que la emoción. Se ganó a los alumnos desde los primeros días y logró que nos interesáramos por su asignatura.

Con él aprendí que Larra fue el primer escritor español que no se vio obligado a vivir del mecenazgo o descubrí que una rima de Bécquer, además de contar todo lo que nos pasaba en aquellos enamoramientos repentinos y febriles de entonces, daba para muchas clases, para numerosas interpretaciones y para saber que cualquier palabra, un verso, o un párrafo de una novela, llegan mucho más lejos de lo que leemos. Realmente aprendimos, como lo hice luego con María Teresa Ojeda, que una palabra no termina en ninguna parte: es eterna mientras se escriba, y tiene el significado que cada cual quiera encontrarle. Ahora Eduardo, ya jubilado, coordina un club de lectura en la Biblioteca Insular de Las Palmas de Gran Canaria.

Hace unos meses contactó conmigo porque en el club querían leer una de mis novelas, concretamente La costa de los ausentes. En esa novela, la protagonista, Nieves Rivero, vive entre Londres y Nueva York, pero procede de Agaete y estudia en el mismo instituto en el que me dio clases Eduardo. Nieves también fue su alumna, y yo creo que se sentaba justo a mi lado.

Ella cuenta que ese centro de enseñanza le cambió la vida y le enseñó a entender que cada existencia es única y que cualquier proyecto que queramos emprender debe estar unido a la educación y al esfuerzo. El viaje más lejano es aquel que uno hace sabiendo que no hay más límite que nuestra propia voluntad y nuestra capacidad de adaptación y de entendimiento.

Treinta y seis años después aquel adolescente que no sabía que sería escritor y periodista estaba sentado en la misma mesa con aquel profesor que, por más años que pasen, jamás envejece ni en la memoria ni en la presencia. Hablamos de literatura, de las casualidades de la vida y de ese paso del tiempo que siempre te descubre las razones de cualquier suceso, pero que jamás, como toda buena novela, desvela el sentido del misterio.

Foto: dragaria.e

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