Metales

SANTIAGO GIL | 19 de octubre de 2015

CICLOTIMIAS.-  Las casas envejecen por las ventanas. Cuando no se asoma nadie se desgastan las maderas y los cristales se empañan de ausencias.

Eran ellos. De eso estaba seguro. Los años cambian a la gente, pero siempre dejamos pistas para que nos reconozcan incluso los que apenas nos vieron unos segundos. Nuestra mirada, un pequeño gesto del que casi no somos conscientes, el movimiento de las manos al caminar, siempre nos vamos delatando aunque creamos que somos distintos y que no nos parecemos al del pasado, a aquel otro que vestía con modas más horteras y que se equivocaba tantas veces tratando de encontrar su lugar en el mundo.

El hombre seguía teniendo aquel aire de superioridad que a él le llamó la atención la noche que los encontró en la plaza, y ella conservaba el rictus inalterable de quien sabe lo que quiere y también de quien ha aprendido a ocultar los rastros que dejan los sentimientos en algunas miradas y en algunos gestos. Eran seres calculadores, ambiciosos, que entonces no tendrían más de veinte años.

Él paseaba a su perro aquella noche por la plaza. Tenía treinta y cinco años y vivía en una encrucijada de caminos en la que sabía que cualquier elección casi conllevaba una renuncia al resto de las posibles rutas vitales que tenía delante. Ellos hablaban del futuro. En alguna casa cercana sonaban los acordes de La flauta mágica de Mozart. No hacía frío. Pasó al lado de la pareja y le llamó la atención lo que dijo ella. “Si alguna vez tenemos hijos quisiera bautizarlos con nombres de metales”. El novio le dijo que le parecía una buena idea. Los dos estudiaban algo de Ingeniería.

Lo supo en las dos o tres vueltas que dio con el perro. Hablaban de un examen de Circuitos y Sistemas. Los vio alguna que otra noche más por la plaza, pero se conoce que luego ya no tuvieron más tiempo que perder juntos o que cambiaron de escenarios para sus cuitas y sus confidencias de futuros padres de niños metálicos.

Él al final siguió viviendo en la misma plaza. No cogió otros caminos y se fue quedando atrás, o por lo menos no llegó adonde había querido llegar cuando soñaba con veinte años. Tenía un buen trabajo, estaba casado y ahora paseaba a otro perro por la plaza. Era sábado por la tarde y se celebraba una boda. Los vio venir a lo lejos y los reconoció sobre la marcha.

A su lado venían tres jóvenes casi robóticos que apenas sonreían. Se acercaron a otra familia y se presentaron. La madre estaba justo en el mismo banco en el que veinte años antes había decidido tener a esos hijos con esos nombres. Se llamaban Cadmio, Estroncio y Cesio y tenían más o menos la edad que tenían los padres cuando él paseaba a otro perro y aún creía que tendría años para cambiar su suerte. Los jóvenes no levantaban las miradas de sus máquinas. Realmente parecían metales, seres fríos y lejanos que hacían honor a los sueños minerales de su madre.  

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