El semáforo

SANTIAGO GIL | 13 de octubre de 2015

CICLOTIMIAS: La tinta le pone color a lo que fue sombrío.

Todos esperan por la luz verde para seguir caminando. No paran de pasar los coches. Se detendrán cuando nosotros sigamos adelante. Aún no sabemos qué conductores nos verán cruzar la calle. Delante de mí hay decenas de personas que una vez crucen se perderán por la ciudad siguiendo rutas diferentes. No conozco a nadie. Casi no nos miramos. Si bajamos la vista solo vemos zapatos, y si la levantamos hay un cielo, que hoy es azul, viéndonos desde tan lejos que debemos parecer una mentira, o seres raros, diminutos, siguiendo luces que se encienden y se apagan, y andando tan rápido como si fuéramos a llegar a alguna parte. Desde esa lejanía debemos parecer unos seres curiosos, nosotros, que nos creemos importantes, tan inmortales, y que nos agobiamos por cualquier contingencia que no controlamos o que no sale como habíamos planeado.

En el otro lado de la acera veo que alguien se para delante de un mendigo que toca una flauta. Se saludan, y el que se detiene saca una barra de pan de un cartucho y la parte por la mitad antes de dársela al que tocaba la flauta. No sé qué melodía estaría tocando porque los coches silencian todos los acordes. Habitualmente, cuando camino a su lado, suele interpretar El cóndor pasa. Le agradece el pan al peatón que sigue de largo mientras nosotros esperamos la luz verde. Luego parte esa media barra en otra mitad y una de esas dos mitades la trocea y se la da a su perro. Ya todo esto lo veo cuando he cruzado la calle. Le doy una moneda aunque no esté tocando y el perro me mira agradecido mientras mastica un trozo de pan con el mismo desespero que su dueño. Al pararme he perdido de vista a todos los que me acompañaban en el semáforo. Y esta vez, cuando crucé, no me fijé en quiénes estaban en los coches que esperaban. Iba pendiente del pan, del peatón, del perro y del hombre que ya no toca la flauta. A lo mejor en alguno de esos coches viajaba alguien conocido, o un amor del pasado, o el amor que me aguarda y que aún no se ha cruzado con mi mirada. Sigo andando camino de casa. Mi sombra se refleja en los adoquines de la calle y en fachadas centenarias. Camino por un barrio antiguo en el que se reflejarían miles de sombras como la mía durante años. Alguien me saluda. Le devuelvo el saludo, pero creo que se ha dado cuenta de que no soy quien pensaba. Yo he preferido saludarlo como si lo conociera. A lo mejor hemos sido amigos hace tiempo y nuestras caras han cambiado tanto que ya no nos reconocemos. Hace años que no veo a muchos amigos de mi infancia. Quizá hemos coincidido alguna vez en un semáforo y tampoco nos hemos reconocido. Unos esperando en un coche y los otros deseando que se detuvieran los vehículos para poder seguir de largo. Siempre seguimos de largo y a lo lejos suele haber alguien que toca El cóndor pasa. Cambian los peatones, pero la música y la vida se repiten eternamente en cualquier calle.

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