Tizas


Santiago Gil

Hace años, los amores de las aceras y de las plazas se escribían con tiza, casi siempre robada del colegio, con un corazón que guardaba nombres que ahora es posible que ni siquiera recuerdes, tu nombre con otro nombre efímeramente enamorado, once o doce años, como intuyendo que el amor se parecía a ese trazo difuso con el que alguien delataba que tú o ella habían pronunciado otro nombre sonrojándose, alegrando el semblante, sin saber aún lo que era el amor.

Ahora esos amores primerizos se trazan con tinta, y pasan los años y uno sigue viendo que Ayoze ama a María como cuando encontramos esas letras por vez primera; pero lo más probable es que ya Ayoze y María ni siquiera se vean, que tengan más de veinte años y estén haciendo vidas diferentes, en ciudades distantes y ya con otros amores que les escriban. Ese afán de perpetuarse en la tinta y los grafitis hace que los jóvenes se confundan y que no asuman la condición efímera de ese primer amor que queda mejor escrito en tiza porque se borra solo con la lluvia y con el tiempo.

Estos trazos de ahora, además, afean las fachadas y las calles, y no los escriben otros sino los propios protagonistas, necesitados de esa fama que les enseñan en todas partes, porque en todas partes les dicen que son eternos, que en Internet y en las redes sociales quedará para siempre lo que escriban, y entonces confunden esa virtualidad y todo se trastorna, el amor, la belleza de esas calles y hasta el propio paso del tiempo que queda en evidencia porque no sabe despintar esos amores improvisados con spray y con tintas casi tan indelebles como la bobería de nuestros días. Nosotros éramos de papel, de periódicos que, por muy importantes o trascendentes que fueran las noticias, al día siguiente, como decimos siempre los periodistas, solo sirven para envolver el pescado, o para que amarilleen en las hemerotecas.

El papel, como el trazo de la tiza, te enseñaba a empezar de nuevo cada día, en la amistad, en el colegio o en la propia manera de mirar un paisaje. Hay pocos amores de infancia que hayan resistido el paso de ese tiempo inevitable, y es que hasta el polvo de las tizas que los trazaban ya empezaba a convertirse en ceniza en los dedos de los amanuenses. A veces, si se usaban tizas de colores, ese amor podía aguantar el paso de un invierno o de una primavera; pero no mucho más.

Por eso ahora, si recordamos, casi tenemos que hacer un esfuerzo para alcanzar a ver el nombre que quedaba junto al nuestro en aquellos corazones mal trazados de las calles, y muchas veces, aunque logremos descifrar ese nombre, ya somos incapaces de encontrar la cara de quien se supone que estábamos enamorados a los once años. Nos salvó la tiza y la inexistencia de esos buscadores en los que algunos creen que seguirán vivos aunque ya no existan ni respiren en ninguna parte.

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