Museos


Por Santiago Gil

Cuando los caminos se vuelven intransitables, queda la belleza, la búsqueda de guijarros bellos, de sombras en los árboles, de horizontes oceánicos o de dunas lejanas que se borran con el viento como si el desierto solo fuera un espejismo de nuestro propio recuerdo. En todos los senderos por los que caminamos habrá una veta que nos salve, un resquicio ante el que casi siempre pasamos de largo, la exaltación de lo cotidiano y de lo que no se muestra si no hemos aprendido a rastrear mucho más allá de lo que estamos mirando.

Hace unos días estuve en el Centro Atlántico de Arte Moderno (CAAM) visitando dos exposiciones que te interrogan, te remueven las emociones y te enseñan a seguir buscando -porque nunca terminamos de aprender en esas búsquedas, porque siempre necesitamos otros ojos que nos alienten y que nos remuevan por dentro-. No visitaba un museo desde que nos encerraron en nuestras casas hace unos meses, y cuando regresas te das cuenta de cuánto los echabas de menos y del importante papel que han de jugar si queremos que la vida no sea un páramo de noticias estridentes, miedos y acontecimientos virulentos donde quiera que mires, cada vez con menos educación, con menos cultura y, por ende, con menos elegancia.

En el CAAM, además, como esa profecía que siempre suele acompañar al arte, podemos contemplar dos muestras que parecen ideadas ayer mismo. Por un lado, nos encontramos el humor, los conceptos, la perfección estilística y las propuestas arriesgadas del cubano Dagoberto Rodriguez y su «Guerra Interior”. En toda su obra se cuestiona al poder, a la obcecación de quienes se creen eternos vestidos de uniformes o por ese azar que les condujo a un puesto relevante en su ciudad o en su país, sin saber que esas relevancias son irrelevantes ante la vida y el universo si no habitan en ellas la sencillez de la cotidianeidad y la sapiencia de que nadie vale más que nadie en este viaje por el tiempo. Luego, si subimos una planta, hallamos las creaciones de Mwangi y de Hutter, ella keniata y él alemán, que llevan varias décadas jugando con el color de sus cuerpos, entremezclándolos, fundiéndolos en el amor y en los retratos, para ver si entendemos de una vez que el color de la piel no es más que una contingencia siempre bella justamente por diferente, y no la razón de los irracionales y de los xenófobos, el arte por encima de los que intentan separarnos, la sutileza de lo bello antes que el estruendo de todos esos que hoy regresan con sus consignas excluyentes. Buena parte de su relato creativo parece que fue planteado ayer mismo, y es que seguimos habitando pretéritos y atavismos aunque nos creamos la punta de lanza del ser humano evolucionado y cibernético. Si nos alejamos de los museos, iremos regresando poco a poco a las cuevas en las que aún no habíamos sido capaces de trascender y de detener el tiempo con una imagen que nos ayudara a mirarnos dentro de nosotros mismos, allá donde acontecen los únicos milagros que merecen la pena. La verdadera normalidad es la que nos permite acercarnos de nuevo a la belleza. Regresemos a los museos.

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