Los árboles y la vida


Por Santiago Gil

Todos podemos encontrar nuestra propia metáfora, en cualquier momento, mirando al sitio menos pensado, y casi siempre esperando que escriba el tiempo, sin duda el más sabio de los escribientes, y el único que nunca se equivoca porque juega con la ventaja del presente.

Ayer me acerqué después de muchos meses a los bosques de Gran Canaria que se quemaron el pasado verano y a los que quedaron calcinados otros veranos anteriores. Rebrotaba la vida milagrosamente, pero también recordé que ya estamos en el verano de 2020 y que todos tenemos que ser responsables para que no vuelven a arder esos miles de árboles que se quedan en silencio de repente, porque no solo se calcina el bosque: los animales, sobre todo los pájaros, también fenecen devorados por el fuego, y es ese silencio repentino que te encuentras tras las llamas lo que realmente nos estremece.

 Ayer se escuchaban cientos de trinos en las cumbres de Gran Canaria, y el cielo estaba azul, con ese azul tan intenso que a veces nos llega a parecer un espejismo, y también encontré esa metáfora de la que hablaba al principio, los troncos de los pinos ennegrecidos por la ceniza al mismo tiempo que reverdecían en sus ramas, el negro y el verde como un camino inevitable para aprender a leer nuestro propio destino.  

En estos días inciertos, nuestro mundo se asemeja a esos árboles quemados que comienzan a brotar sin poder desprenderse del atezado destino que les acompaña, con el temor de que todo se queme de nuevo y con la esperanza de que la vida, desde las raíces hasta las altas copas, busca su propia salida. De alguna manera, esa es también la metáfora de nosotros mismos, rebrotando todo el tiempo sin ser capaces de concebir nuestro propio destino, aquietando nuestras aguas y curando heridas con la esperanza de que lleguen a ser hermosas y sabias cicatrices. 

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