Jazmines


Santiago Gil //
Ya sé que no se estila llevar jazmines en el ojal. Lo cantaba hace muchos años María Dolores Pradera.
Ya no se estilan tantos detalles hermosos, por eso a veces dan ganas de adentrarse en una de esas fotografías en blanco y negro en la que los hombres mostraban una elegancia sin estridencias, pero casi siempre acompañada de flores y de sombreros. No se estila ser un romántico, ni detenerte a oler el azahar de los naranjos en flor o el aroma de esas flores silvestres que adornan los campos.
Cada día amo más lo bello y lo espontáneo, lo sencillo, lo que alegra la mirada sin buscar aplausos, vítores o cámaras que inmortalicen lo que es grandioso justamente por efímero y por pasajero.
Hace unas semanas, cada vez que recorría la calle Triana me terminaba tropezando a alguien con un ramo de jazmines entre sus manos.
El primer día no le di importancia, pero los siguientes ya casi vivía obsesionado por esa aparición extraña de jazmines a distintas horas y en diferentes tramos de la calle.
Se lo comenté a unos amigos tomando unas cañas y empezaron con las bromas metafísicas, que si eran señales divinas, que eso era cosa de alguien que me estaba gastando una broma o que a lo mejor iba a ser verdad lo del lenguaje de las flores.
 Me dijeron que me fuera a un diccionario a buscar el significado de los jazmines y lo único que averigüé es que era una palabra milenaria con un origen persa.
Y también que siempre viajó unida a la belleza y que el aroma que desprende es uno de esos milagros de la naturaleza al que el ser humano no logra aproximarse con ninguna de sus fragancias.
Hasta el sábado, cuando ya caminé con más tiempo por Triana, no descubrí el origen de aquel ir y venir de jazmines por la calle. Una señora los llevaba entre sus manos y los ofrecía por un par de euros a los que caminaban por la calle.
Esbocé una sonrisa al verla y estuve a punto de telefonear a mis amigos para explicarles que la razón, una vez más, vencía al misticismo y a lo esotérico; pero luego volví sobre mis pasos y compré uno de esos ramos que ofrecía la señora.
Lo llevé a mi casa y lo coloqué en el salón en medio de los libros: cuando abres una casa en la que huele a jazmines se activan sobre la marcha todos esos sentidos que se adormecen si no rozamos lo mágico y lo bello de vez en cuando.
Dos días después, cuando todo seguía oliendo a jazmines, me llamó una amiga para anunciarme la muerte de una mujer a la que todos quisimos y admiramos. No sabía nada de ella desde hacía por lo menos tres años.
Murió poco a poco, sin avisar a nadie, de una de esas enfermedades que cada vez se está llevando a más personas queridas y cercanas.
Recordé que en su casa siempre había jazmines en un pequeño florero que tenía justo a la entrada.
Respiré hondo en la mía y toda la primavera de su mirada se confundió con la fragancia de aquel ramo de flores que había comprado en Triana.
CICLOTIMIAS
La sombra sigue haciendo su vida después de cada paso.
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