Flores en la silla


Unas flores cambian todos los paisajes, el olor de las estancias y la perspectiva de las miradas. Recuerdo una rosa roja en una acera de la Segunda Avenida de Manhattan, en medio de miles de personas que iban y venían cruzando vidas junto al asfalto. Aquella flor, observada desde lo alto en una mañana de primavera, brillaba mucho más que el más rutilante de los automóviles o que cualquier ser humano de los muchos que caminaban deprisa cerca de East River creyéndose eternos e importantes.

Hace unos días, en un taller de escritura que impartía en la Casa Museo León y Castillo de Telde, me encontraba, cada vez que levantaba la mirada, con un ramo de rosas en una silla de la primera fila del salón. Aproveché esa imagen para contar que siempre es el punto de vista, el detalle del que hablaba Nabokov, lo que nos lleva al poema, al cuento o a la novela, aquello que cambia lo que siempre nos parece que es lo mismo, cuando nada es lo mismo desde que lo miramos con ojos nuevos. Improvisamos historias con aquellas flores y yo prometí que en unos días escribiría algún texto sobre ellas, pero no es de las rosas de lo que quiero escribir sino de la razón por la que estaban en aquel salón recién pintado de un azul que se asemeja tanto al mar en el que seguimos buscando sueños en el horizonte.

Era el cumpleaños de alguien que lleva varios años acercándose a los talleres que imparto, siempre tratando de aprender un poco más cada día, una de esas personas que iluminan el lugar por el que pasan con el halo de su magia y de una luz que solo se concibe cuando se ha vivido intensamente.

Coca de Armas Fariña es, como le digo siempre, una mujer puente, una de esas bendiciones del cielo que hace que la vida sea diferente y bella. De su mano llegan a cada edición de mis talleres nuevos alumnos convencidos por Coca para que se sumen a la fiesta de la literatura, porque eso es lo que son, o deberían ser, los talleres de escritura, lugares en donde cada cual inventa en un papel en blanco lo que no existía antes, y además lo hacemos utilizando los mismos argumentos; pero nunca las mismas miradas, las mismas lecturas previas ni las mismas vivencias.

Cada uno, como digo siempre, escribe de una manera distinta, y lo que no escribamos se quedará inédito para siempre, y también lo que no nos contemos, lo que no logremos inventar desde la nada, y lo que no recordemos más allá de la memoria cercana.

Coca de Armas se sienta siempre en la primera fila del taller junto a Freya Medina en Telde, o al lado de Ángeles Trujillo Spínola en la Casa Galdós, y cuando yo llego a clase y empiezo a hablar casi siempre improviso dejándome llevar por la inmensa sabiduría y las ganas de vivir de sus miradas. Esas flores recién cortadas en Teror, aún con el frescor de la tarosada en sus pétalos temblorosos y brillantes, eran para ella. También estas palabras.

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